domingo, 13 de junio de 2010

Nativos digitales/Parte II/Capítulo V: LOS BARBAROS DE GOOGLE. EDUCANDO CON SENTIDO A LA GENERACION EINSTEIN

Resumen hecho por Gabriela Vargas, Melina Albrieu, Sofía Coronel y Mariana Frusso Sosa.

Hace un par de décadas que estamos viendo disolverse un orden cognitivo y emerger otro. Las raíces de ésta mutación están en las décadas de 1960 y 1970. Las combinatorias y la ruleta evolutiva (y en este caso histórica) jugaron lo suyo. No son pensables disrupciones mentales sin disrupciones sociales.

Walter Benjamin estaba obsesionado por las transformaciones. Desde Baudelaire hasta la publicidad, cualquier cosa sobre la que se asomaba se trasformaba en la profecía de un mundo que estaba por venir y en el anuncio de una nueva civilización. La epistemología de Benjamin sentó un precedente a seguir. Porque para Benjamin comprender no tenía nada que ver con situar el objeto de estudio en el mapa conocido de lo real, sino en intuir de qué manera ese objeto modificaría el mapa volviéndolo irreconocible.

Benjamin fue el fotógrafo del devenir. Fue uno de los mejores artistas de la historia en descifrar las mutaciones instantes antes de que eclosionaran. Llama la atención que, frente a las mutaciones que están ocurriendo hoy, las reacciones sean defensivas, adormecidas, intentando restaurar viejas ontologías.

Cada época tiene su Benjamín, uno de los nuestros es Alessandro Baricco, que en Bárbaros. Ensayo sobre la mutación, genera una “fenomenología de la barbarie” que se condensa en tres aspectos.

Llama la atención la virulencia con que se percibe esta mutación calificada ipso facto de regresión civilizatoria, atribuyendo todos los males –mediante el razonamiento (¿lo es?) de la causalidad (invertida)– al fantasma más fácil de exorcizar por parte de la antigua clase ilustrada, a saber al poder contaminante del marketing, la comercialización y el dinero. También que es mucho menos lineal, unidireccional, monocausal y reduccionista de lo que el Iluminismo imagina o propone.

La historia de la tecnología contada al revés
Los bárbaros saquean todo, de todo y a todos. Nada los desconcierta. De todas las aldeas saqueadas por los bárbaros hay una que a los críticos ilustrados les duele por demás, se trata del mundo de los libros y de los grafemas, el mundo de la cultura letrada, el mundo sobre el papel. Porque si hay algo en lo que todo el mundo (defensores y detractores, amantes o repudiadores) está de acuerdo, es en que nunca como hoy la ciudadela de los libros se ha visto tan afectada –para mal– por esta vandalización del mundo.

Hay dos medidas en los que los críticos y los nostálgicos basan toda su argumentación y todo su desconcierto. ¿O acaso no escuchamos a diario la cantinela que proclama que: 1) la gente ya no lee y 2) quienes fabrican los libros se despreocupan por el contenido y sólo les interesa multiplicar sus ganancias?

Si bien es posible sostener (contra toda estadística y comprobación empírica) una u otra de estas tesis, combinadas no sólo son insostenibles y mutuamente contradictorias, sino que testimonian más el sentido común ingenuo que cualquier lectura “crítica”.

Porque los letrados no sólo insisten en la mala calidad de las publicaciones masivas, sino también en el carácter venalmente mercantilista de quienes promocionan los best-sellers.

¿Qué clase de mundo ha generado una mutación así?
Sorprende la arrogancia de los ilustrados que sostienen sin empacho que esta era masiva de libros está matando el alma de los lectores, que la generación prefabricada de best-sellers está destruyendo el placer de la lectura de nuestros niños y adolescentes, que la mercadotecnia es la principal arma utilizada para gestar este genocidio civilizatorio. ¿Es cierto que el énfasis mercantil mata el rasgo más noble y elevado de los gestos a los que se aplica? ¿Pigna está matando a Braudel? ¿Pablo Coelho a Baruch Spinoza? ¿El código da Vinci a las obras completas de Aristóteles? ¿Jorge Bucay a Sigmund Freud o a Jacques Lacan?

El énfasis comercial no es la causa, sino el efecto. Primero se hunde el episteme tal cual lo conocíamos, luego alguien, muchos, conquistan el nuevo espacio, con el business como motor y etiqueta para esta conquista.

La (a)simetría lectores/escritores
Hasta mediados del siglo XVIII, quienes leían libros eran sobre todo los mismos que los escribían. Se trataba de una pequeña comunidad endogámica identificada por la posesión de la educación y por la indiferencia –dada su capacidad económica– hacia los trabajos remunerados.

La invención de la burguesía liberó ingentes cantidades de ciclos ociosos y de plusvalía cognitiva, inventando a su vez un público de lectores que no escribía libros. La máquina de fabricación de lectores, la varita mágica que convirtió en real al público potencial, se llamó novela.

A ninguno de los críticos letrados que se escandalizan hoy por la mercantilización de la lectura les importa o quizás ni hayan percibido el fenómeno que la invención de los lectores de novelas a fines del siglo XVIII haya generado fabulosas ganancias para los imprenteros y, eventualmente, para los propios escritores amateurs. Porque lo que hoy vemos en ese gesto inaugural no son las infraestructuras materiales, sino la creación de una conciencia superior y formalizada de sí misma, una refinada idea de belleza.

A los escritores como Melville y Dumas les importaba poco o nada lo que las generaciones posteriores dirían de ellos en términos de calidad, siendo su objetivo –mucho más cuantitativo, masivo y mercadotécnico– llegar a la mayor cantidad de lectores posible.

Expandiendo desesperadamente el círculo de los lectores

Claro que ese círculo expandido de lectores no abracaba toda la población, pero seguramente era mucho más grande que en tiempos de la endogamia literaria. Y en una de las operaciones cognitivo-comerciales más grandiosas de la historia, la novela se quedó con todo.

Al igual que hoy, los civilizados frente a los bárbaros, los selectivos lectoescritores del siglo XVIII estarían más que indignados por la socialización masiva del gusto literario a manos de los rústicos lectores de novelas por entregas.

En sus inicios la novela fue vista como una terrible amenaza; los médicos recomendaban dejarla fuera del alcance de las damas (especialmente las casadas) y de los niños (como ciertos fundamentalistas del libro de hoy, que insisten en prohibir una sola gota de televisión a los menores de 2 años y en racionar todo lo posible el visionado de los chicos mayores y los adolescentes. Y hacer lo mismo con Internet).

Todo lo masivo fue siempre comercial, y si los públicos letrados no se ampliaban no era por una cuestión de gusto, sino por restricciones económicas. Mozart y Verdi, en siglos distintos y con limitaciones de alcance diferentes, eran de lo más populares, como hoy lo son Coelho o Richard Clayderman (entre nosotros Waldo de los Ríos y Bucay, Pigna y Lanata).

La calidad (no) muere con la cantidad
Independientemente de que la masividad genere basura cultural, que por otra parte la historia se encarga de enterrar, por más que la popularidad lo infecte todo, ello no impidió la emergencia de un Verdi o de un Puccini, de un Proust o de un Joyce y hasta de un Stockhausen y de un Schoenberg, por mencionar algunos extremos.

Las industrias editoriales siempre ocupan todo el espacio posible hasta el límite. Cuando el diámetro era pequeño, así sucedía con sus productos. Pero hay que desenmascarar la ficción de una buena vez. Nunca se trató de un enfrentamiento entre calidad y mercado, sino de encontrar la calidad dentro del mercado. Consiguientemente, no es la mercadotecnia la responsable de masacrar la calidad. Por eso hay que cambiar las preguntas, como haría Benjamin, como hace Baricco, y llegar al meollo de la cuestión, interrogándonos acerca de qué tipo de calidad ha sido generada por el mercado, cuál es la idea de calidad de los bárbaros, qué diablos quieren leer o, en definitiva, qué es para ellos un libro.

Sucede que esos centenares de millones de libros que se venden en el mundo no son libros en el sentido tradicional o convencional del canon. Porque la mayoría de los que compran libros no son lectores. La mayoría de los libros que se venden hoy son libros delegados, remedados. Libros de los que se ha hecho una película, una novela escrita por personajes televisivos, relatos escritos por personajes más o menos famosos (Víctor Sueyro, Felipe Pigna). Se trata de libros que cuentan algo que ya pasó en otra parte, lugar, formato o relato.

Y si bien este vicariato hace que los letrados detesten esta literatura de pacotilla, encierra una comprensión a la que deberíamos prestarle más atención. Se trata de la comprobación de que estos libros (¿todos los libros bárbaros?) se abren a experiencias mucho más amplias que las textuales.

La sabiduría de los bárbaros
Cada libro bárbaro es un segmento de una secuencia que empezó en otro lugar distinto al del libro y que probablemente también terminará en otro lado. He aquí la sabiduría del bárbaro y correlativamente el ejercicio de su rechazo. Los bárbaros no valoran, no leen, no les interesan los libros (nuestro sagrado canon) que remiten por completo a la gramática, a la historia y al gusto de la civilización del libro, porque para ellos esta gramática intertextual es de una pobreza de sentido sin igual.

Leer el Canon Literario Occidental exige sumergirse en libros que remiten a libros, que remiten a más libros. Una aventura paratextual que se aprecia más cuando uno más se abstrae del mundo y se aboca a la literatura. Para los bárbaros, éste es un viaje que no les promete sensaciones placenteras; más aún, no les promete ningún tipo de sensación.

Las instrucciones de uso
La regla es clara. Los bárbaros tienden a leer únicamente los libros cuyas instrucciones de uso se hallan en lugares que no son libros.
Lo que la gente compra no es la experiencia del libro, sino la experiencia periódico + libro, la ubicación de un grande de la literatura en una extraña y muy poco convencional secuencia de noticias + gustos culturales + pasión política + hobby compartido.

Operaciones de transcodificación: de la expresión a la comunicación
Se está haciendo pedazos la autoreferencialidad de la literatura y el libro se está convirtiendo en un nudo por donde pasan secuencias originadas en otras partes y destinadas a otras partes. Lo cierto es que la época en que una generación disfrutó de la belleza estilística y de vivir los frutos creativos de ese ánimo ya pasó hace tiempo y desde hace varias décadas la palabra escrita dejó de ser expresión y se convirtió en comunicación. De pronto, la palabra escrita desplazaba su centro de gravedad desde la voz que la pronunciaba hasta el oído que la escuchaba.

Calidad ¿es otra cosa?

Para los bárbaros, la calidad de un libro reside en la cantidad de energía que ese libro es capaz de recibir desde otras narraciones y de verter luego sobre otras narraciones. Si por un libro pasan cantidades de mundo, ese es un libro que hay que leer. Un libro legible debe adoptar la palabra del mundo. Debe ser un libro cuyas instrucciones de uso se hallan en lugares que no son únicamente libros. La lengua del mundo se gesta hoy en la publicidad, en la música ligera, en el periodismo, en el deporte, en la moda, en muchísimos lugares externos a los libros en sí.

Para los bárbaros los libros son capturas de esas secuencias, segmentos de algo más amplio, que a lo mejor se ha generado en el cine, ha pasado por una canción, ha desembarcado en la televisión y después flotó en el imaginario colectivo gracias a la ayuda de Internet. El libro no es un valor, lo que vale es la secuencia.

Rechazando a los comisarios culturales y retomando el paradigma indiciario, debemos diseñar estrategias (antipedagógicas) para que por los productos culturales que gestemos (cada vez más multimediales) pasen cada vez más cantidades de mundo.

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